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jueves, 30 de octubre de 2014

SANTOS DULCES


Del rumor cadencioso de la onda
y el viento que muge;
del incierto reflejo que alumbra
la selva o la nube;
del píar de alguna ave de paso;
del agreste ignorado perfume
que el céfiro roba
al valle o la cumbre,
mundos hay donde encuentran asilo
las almas que al peso
del mundo sucumben.

("En las Orillas del Sar"
de Rosalía de Castro) .



"La Puerta del Cementerio 2"
de Caspar David Friedrich



Mi abuela solía decir que a los santos se les conocía por las vísperas. Eso se cumplía fielmente todos los años en la fiesta de Todos los Santos del día 1 de Noviembre. Lo mejor de esa fiesta era, precisamente, la víspera. Recuerdo que cuando era una niña, al llegar el 31 de Octubre, salía corriendo del colegio con mi hermana. Nada más llegar a casa, dejábamos todos los bártulos del colegio,  nos cambiábamos de ropa y depués de merendar, íbamos a la cocina donde nos esperaba un mundo de olores, sabores, colores y sonidos. Esa tarde-noche se nos agudizaban todos los sentidos. Era la tarde en que mi madre hacía los famosos buñuelos de santo.
La mesa se llenaba de cazuelas, cazos, fuentes, enormes cucharas de madera, tenedores. A eso había que añadir los ingredientes: huevos, harina, azúcar, canela en rama, levadura, agua.
Las manos de mi madre se convertían en dos palomas que reboloteaban alegres por encima de cada una de todas esas cosas. Ella era la que dirigía la operación-buñuelo. Primero hacía la crema con los sobres de Flanín, mezclados con leche, un trocito de cáscara de limón y, fundamental, la canela en rama. Por entonces yo era lo suficientemente pequeña como para querer hacerme la mayor, y me presentaba voluntaria para dar vueltas a la mezcla, mientras se hacía en el fuego, con el fin de evitar que se pegara en el recipiente de acero inoxidable. En principio me sentía muy dispuesta, pero según iba pasando el tiempo, mi temperatura corporal iba subiendo al estar tan cerca del fuego, y mis brazos, que alternaba cada vez más a menudo, empezaban a sentir el cansancio. La que terminaba la faena era siempre mi madre. Con esos brazos que sólo tienen las madres, llenos de energía y fuerza.
Luego venía el hacer la masa, para la que también había que sudar lo suyo. Se mezclaban los ingredientes en una cazuela grande, y ¡hala!, venga otra vez a dar vueltas con un cucharón de madera. Nos alternábamos mi hermana y yo para, al final, como siempre, rematar mi madre.
Después venía la parte más divertida para nosotras, en una cazuela llena de aceite hirviendo, se iban echando las bolas de masa, que hacíamos con dos cucharas soperas. Al comenzar a freír, iban creciendo y con suaves toquecitos, íbamos quitándole las esquinas que a veces el calor del aceite, formaba. Al principio de esta operación hacíamos las bolas casi todas iguales. Pero al ir avanzando la tarde, el cansancio se hacía presente y a menos energía, más masa en las cucharas, lo que obligaba a mi madre a recordarnos:
-Niñas, un poco de paciencia, que son buñuelos, no balones de fútbol.
Entonces nos daba un ataque de risa. Y eran esas, las risas, el ingrediente que más usábamos para los buñuelos.
Cuando ya estaban echas las bolas de masa, una de nosotras iba haciéndolas un corte con las tijeras, como una boca, para poder meter en ellas la sabrosa crema. Esta parte era mi preferida porque como todos los años solía sobrar algo de crema, acababa siempre rebañándola con una cuchara, y esos momentos eran deliciosos. ¡Qué rica estaba!.
El día siguiente, es decir el día de Todos los Santos, tenía una doble cara. Lo mejor era al levantárnos. En cuanto abríamos la puerta de nuestro dormitorio, sentíamos el aroma a canela, a azúcar, y a crema. Se nos hacía la boca agua. Mi madre, que se había quedado hasta las tantas de la, ya madrugada, para terminar de rellenar los buñuelos, los había colocado en un par de fuentes sobre la mesa del comedor. Era imposible resistirse a la tentación. Según íbamos al baño, nuestros ojos siempre caían sobre algún buñuelo en concreto, y entonces era cuando saltábamos alguna frase irónica como:
-Uy, mira este buñuelo, parece que se ha quedado un poco espachurradillo. Voy a comérmelo no vaya a ser que se estropee.
Y venga risas.
Luego venía la parte menos grata, la visita al cementerio. En aquellos años era todo muy gris,  excepto cuando se cumplía la tradición y caía la nieve en los altos. Entonces la capa blanca que cubría todo, otorgaba luz y belleza a las tumbas.
No sé el porqué, pero yo nunca me concentraba en los muertos. Mis ojos siempre buscaban algo diferente, y siempre lo encontraban. Me gustaban los majestuosos y gigantes cipreses. Algunas de las bellas esculturas que cuidaban de las tumbas, captaban mi mirada durante largo rato. Los colores de las flores y su olor.
Cuando se es niño los muertos son de otros. Es al irte haciendo mayor cuando te pillan cada vez más cerca, cuando te toca ir más a menudo al cementerio, aunque no sea el día de Todos los Santos. Quizás es esa asiduidad lo que le va quitando ese aire de misterio que tenía cuando lo veías con ojos infantiles, y sin embargo, sigues encontrando rincones bellos en su recorrido.
Los años fueron pasando, y durante muchos de ellos seguimos con la tradición de los buñuelos. Mi madre cada vez intervenía menos, pues sus piernas ya no tenían tanta resistencia. Algún año se incorporó a la operación alguna amiga. Se añadieron entonces nuevas energías y nuevas risas.
Hasta que llegó el día en que el muerto fue muy nuestro. Entonces desaparecieron las fuerzas para hacer dulces, y aunque las hubiéramos tenido,  no habría habido azúcar suficiente en el mundo para quitarnos la amargura de la pérdida.

Estos dias cercanos al 1 de Noviembre, han revoloteado por mi cabeza muchos de esos recuerdos. Es curioso como la mente, quizás para evitar quedarse en el dolor, hace criba de esos recuerdos y, al final, los que prevalecen son los buenos. El sonido de los cacharros, de las voces, de las risas. Los colores y sabores de los ingredientes que según se mezclaban, iban tomando diferentes formas. Y si cierro los ojos, todavía puedo sentir, envolviéndolo todo, el delicioso y penetrante olor de la crema con un toque de canela.

9 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. ¡Qué entrada tan dulce, llena de risas!

    Os he seguido en la cocina, rebañando cazuelas, friendo pelotitas de masa, qué ricooo. En mi casa no sabemos hacer buñuelos, qué sosos, los compramos y ya está...y cada vez los hacen peor, como dice mi madre.

    ¡Qué triste cuando dices "hasta que llegó el día en que el muero fue muy nuestro!
    La mente hace criba, así es, olvidamos para poder seguir adelante.
    Un abrazo, Conchi.

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    1. Es necesario sino olvidar, porque eso no se puede hacer del todo, al menos intentar que cuando vuelvan los recuerdos, te causen el menor dolor posible. Para eso ayuda tener la cabeza llena de las cosas y sobre todo, de los momentos más gratos. Éstos pueden tener forma de un abrazo, de una risa, o de un cremoso dulce.
      Gracias por visitar mi cocina, Angeles. Un abrazo para tí también.

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  3. ¡Ah! ¡Qué recuerdos! Los dulces caseros de estos días. Qué razón. Qué buen texto.

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    1. Es increíble como se nos quedan "pegados" los sabores, los olores de ciertos momentos. Gracias por estar ahí, Pedro.
      Saludos.

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  4. Los recuerdos de la infancia siempre tan presentes, y como en la vida misma se mezclan con la misma facilidad lo dulce y lo amargo, lo amble y lo triste. Un relato lleno de emoción.

    Besos.

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    1. Nuestro disco duro lo graba todo, aunque no nos demos cuenta, y cuando menos lo esperamos, ¡zas!, te viene una imagen que creías olvidada. Está bien recordar de vez en cuando, sobre todo, si puede ser, lo dulce.
      Gracias por darte una vuelta por aquí.
      Un abrazo.

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  5. La vida es dulce y amarga...pero esos recuerdos tan bellos han tenido y tienen su momento en la línea de la vida. Por otro lado...¡¡cuántos momentos dulces nos esperan!! A pesar de que no sean los mismos, serán otros...donde el amor siga rodeando y dejando ese rastro tan importante...mucho más que el de la canela...
    ¡¡Qué tengas un día muy dulce, Dorcas!!

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  6. Durante nuestro recorrido por la vida nos vamos encontrando buenos y malos momentos. Cada uno tiene su lugar. Ojalá tengas razón y nos esperen más momentos dulces, y sobre todo que podamos compartirlos con buena gente.
    Gracias por tus bonitos deseos, Maria. Yo también te deseo días llenos de azúcar.
    Un abrazo.

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