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viernes, 7 de julio de 2017

LA LECTORA INCONFORMISTA

El tren avanza. El paisaje se desliza. Los cambios de tonalidades, de vegetación, la repentina aparición de alguna persona en medio de ella, convierte la ventanilla del tren en el estrecho corte de un zoótropo  donde todo, al pasar deprisa, crea movimiento. Ella no se percata de nada de eso.
Lleva una blusa blanca, sin mangas, y un pantalón de verano con un estampado en distintos tonos de azules. No sería capaz de calcular su edad, aunque su rostro aniñado me sugiere que no debe ser mucha. Llega a su asiento con una mochila y dos libros. La mochila la sube al compartimento superior del equipaje, los libros los coloca en el respaldo de la butaca situada frente a la suya. Apenas descansan allí unos minutos. Enseguida los recupera y los coloca sobre su regazo. Por la cuidadosa manera con la que posa sus manos sobre ellos, se diría que estoy ante una persona que ama los libros. Un leve movimiento de sus dedos, me permite ver el título del libro de mayor tamaño: "El Universo en tu Mano" de Christophe Galfard. Lo abre con sumo cuidado, como si de una caja que contuviera un frágil tesoro se tratara, y comienza a leer...
Vuelvo a contemplar el paisaje, ahora aumenta la vegetación. Se empiezan a ver los primeros montes. En ese instante, la lectora alza su cabeza abandonando la lectura, y se fija en lo que la ventanilla le va descubriendo. Aprovecho para hacerle un comentario sobre el paisaje, cada vez más frondoso. Entonces me habla por primera vez. Su tono de voz es suave, dulce, aniñado, como su rostro. Se ajusta las gafas, coloca parte de su liso cabello tras la oreja, me sonríe durante un breve instante, y vuelve a sumergirse en la lectura.

"Compartimento C de coches, 1938"
de Edward Hopper
(Imagen sacada de Internet)

El tren avanza y con su traqueteo parece ayudar a la joven lectora a pasar las páginas del libro. Lentamente. Se deleita en cada una de ellas y luego, con sus delgados dedos, pasa a otra. El tren avanza y con él, la lectura. Cuando ha avanzado varios capítulos, cierra el libro y coge el otro más pequeño. Es un cómic. Parece infantil. De este nuevo libro no alcanzo a ver bien el título. En cada una de las viñetas se repite un mismo personaje. Una niña con el pelo rubio, cortado a varias capas. En el libro hay un bosque en el que se hace de noche. Cubierta con una manta, sentada en mitad de un claro del bosque, la niña parece asustada. El paisaje del cómic pudiera recordarle a la joven lectora que el tren iba, hasta hace poco, paralelo a uno. Durante unos minutos mira a través de la ventanilla del tren, sí, ahí hay también bosque. Vuelve al poco a asomarse a las pequeñas ventanas del cómic. Se debate entre el bosque animado y el real. A veces puede éste último, otras, es el primero el que atrae su atención. 
Comienza leyendo los diálogos del cómic, pero en un momento dado decide fijarse sólo en los dibujos. Ahora las páginas corren más deprisa. El abandonar la lectura del texto le permite mirar hacia la ventanilla del tren más a menudo. Es una lectora inconformista, no le basta con un sólo libro, un sólo paisaje no le es suficiente, necesita más. Lo que la realidad no le ofrece, lo busca en la ficción, en imágenes o en palabras. Bien sea el universo o un bosque, necesita buscarlo allá donde la mirada curiosa la lleve. Como un zahorí busca aquello con lo que pueda saciar su sed. 
No he podido evitar fijarme en ella. Es en sí también un paisaje, y como él posee serenidad, luz, vida. 

Han pasado varios días desde ese encuentro y ahora al recordarla, pienso que me hubiera gustado pedirle a la joven lectora que leyera algo en alto, que mientras recorría con su mirada curiosa las líneas por descubrir de su libro, las pronunciara con su suave voz para trasladar su belleza a la realidad. Quizá si nuestro encuentro hubiera sido en mitad de ese paisaje que la ventanilla del tren nos mostraba, hubiera sido más fácil. 
Todo esto me ha trasladado a otra lectura, la del libro "Leer y Escribir" de V. S. Naipul. En uno de sus capítulos, el autor relata las clases de preparación para una beca que su profesor, el señor Worm, les daba:
"A veces, quizá solo para escapar del ruido del pequeño edificio del colegio, donde puertas y ventanas estaban siempre abiertas y las aulas separadas únicamente por mamparas, nos sacaba al polvoriento patio, a la sombra del samán. Le llevaban su silla, y se sentaba bajo el samán igual que ante su gran mesa en la clase. Nosotros nos colocábamos a su alrededor, de pie, intentando guardar silencio. Él miraba el librito de Collins Classics que, curiosamente, entre sus gruesas manos parecía un libro de oraciones, y nos leía a Julio Verne como si rezara".