Según han ido pasando los años, todo ha evolucionado. Se han ido imponiendo las máquinas poco a poco, eso ha hecho que algunos oficios hayan desaparecido. Ha cambiado también la estética de las ciudades y con ella, sus sonidos. Es curioso cómo se pueden llegar a extrañar algunos de ellos, los que diariamente escuchábamos y ahora ya no se oyen. Sobre esto estuve pensando el otro día según volvía para casa. Recuerdo sobre todo en las tardes ya avanzadas de primavera y verano, cuando ventanas y balcones permanecían más tiempo abiertos para que los últimos rayos del sol entraran por todos los rincones de la casa. Con ellos no sólo se colaba la luz, también algunos ruidos que no nos parecían tales, por lo que anunciaban: que alguien cuya presencia nos era ya familiar, caminaba por nuestra calle. Uno de esos soniquetes familiares lo provocaba el afilador, que con una armónica anunciaba su llegada. Entonces las mujeres rebuscaban en los cajones de los armarios de la cocina, esa tijera que no cumplía su misión, ni con el hilo de hilvanar, o ese cuchillo que parecía vegetariano de lo mal que cortaba la carne.
Pero a mí el que más me gustaba era el de la voz de ese hombre que subía con un recipiente de aluminio, que debía pesar lo suyo, y se hacía sentir con su grito de guerra: ¡el lecherooo! tras el que soltaba un silbido tan agudo, que se te metía en lo más profundo de los tímpanos. No importaba lo que yo estuviera haciendo en ese momento, lo dejaba todo y me dirigía al balcón para contemplar una serie de escenas que parecían formar parte de un ritual.
Al poco de anunciarse el hombre aquel, las puertas de diferentes portales iban abriéndose y brotaban de ellas las mujeres, algunas mayores, otras más jóvenes, todas ellas provistas de recipientes donde llevar la leche a su casa. De todas, la más salada era doña Herminia. Esa mujer de edad avanzada, nunca confesada, ha sido una de las mejor peinadas que yo he visto en mi vida. Salía del portal con su maravilloso pelo blanco, lleno de ondas en la parte superior de la cabeza, y por detrás, recogido en un moño que cubría toda su nuca, y tan bien hecho, que hasta el mismísimo Llongueras se hubiera muerto de envidia. Doña Herminia tenía unos ojos negros, pequeños como cabezas de alfiler, cuyo brillo traspasaba los cristales de sus gafas de montura dorada. Cuando salía del portal con una botella de cristal en la mano, se repetía siempre el mismo diálogo, si la tarde era soleada.
Buenas tardes, Herminia -saludaba el lechero mientras se disponía a llenarle la botella de leche a la mujer- ¿cómo va eso?
-Cómo quieres que vaya, hijo. Como siempre, de mal en peor.
-Bueno mujer, no será para tanto -añadía el hombre mientras posaba el recipiente en el suelo, presto a cobrarle el importe correspondiente a la negativa mujer.
Este diálogo tenía un añadido si la tarde era lluviosa. Observen, si no.
-Buenas tardes, Herminia ¿cómo va eso?
-Cómo quieres que vaya, hijo. Como siempre, de mal en peor.
-Bueno mujer, no será para tanto -intentaba animar el lechero mientras se disponía a cerrar su pesada lechera.
Y era entonces cuando doña Herminia atacaba:
-No es ahora cuando tienes que cerrar tu lechera, sino antes. Que siempre que llueve haces lo mismo, dejarla abierta para que se cuele el agua de la lluvia. Entre ésa y la que ya habrás añadido tú, hoy vamos a tomar el café con leche bien aguadito. Anda, no seas rácano y échame un poco más. Por las sisas.
Y el lechero no tenía más remedio que ceder, mientras suspiraba entre dientes:
-¡Ay, esta mujer!
Ahora todo ha evolucionado como he dicho antes. Los controles de higiene, entre otras cosas, hicieron que los lecheros ambulantes desaparecieran, como los dinosaurios. Ahora la leche se trasnporta, en cantidades industriales, en veloces camiones cisterna. De ahí se lleva a embasar para vender en tiendas y grandes superficies. Todo es mejor, según dicen. Aunque no todos están de acuerdo. Recuerdo hace un tiempo que coincidí con un camionero que conducía uno de esos camiones que transportaba leche. En un momento determinado, el hombre me comentó que cada cierto tiempo debía detener el camión para añadir unas pastillas de color verde a la leche, con el fin de que no se estropeara. Será más seguro eso, me dijo, pero yo desde que me dedico a este trabajo ya no tomo leche.
Ya ven, hay gustos para todo.
En lo que a mí se refiere, me ha ocurrido que en alguna de esas tardes soleadas, he salido al balcón sin saber qué esperaba encontrar. Entonces he afinado el oído para ver si volvía a escuchar el agudo silbido del lechero y mis ojos, instintivamente, le han buscado a él, a doña Herminia y al resto de mujeres, con sus recipientes en la mano. Y si la tarde era lluviosa, me reía por lo bajini esperando oir la pequeña bronca que le echaba doña Herminia al lechero. Pero claro, no han aparecido. Ahora mi calle es mucho menos "ruidosa", más moderna, más higiénica. Vamos, que es la leche.
Nota: La fotografía de el lechero, la he sacado de Internet.
Cómo se nota en tu relato los cambios en los usos y costumbres de esta nuestra sociedad, que evoluciona sí, pero no con toda la garantía de que sea para mejorar.
ResponderEliminarEn cuanto a la leche, habría mucho que hablar. Ultimamente no tiene muy buena prensa.
Yo soy incapaz de desayunar otra cosa que no sea café con leche. Pero todo es ponerse.
Abrazos.
Las cosas tienen que evolucionar, claro. Pero a mí lo que más me gustaba de esos momentos eran las escenas, las voces, las gentes. Había tiempo de hablar hasta con el lechero. Ahora sólo puedes hablar con el envase de leche.
EliminarYo también la tomo para desayunar, y echo un poco con el té en la tarde o noche. ¿Sabes lo que más extraño de la leche de ahora? pues esa nata tan rica que salía cuando la hervías. Ahora sólo sale una capa fina plastificada. ¡Puaggg!.
Un abrazo.
No recuerdo el grito pero sí la procesión de mujeres con botellas de cristal y cueceleches en mano. Las malas lenguas decían que bautizaban la leche.
ResponderEliminarYa no soportaríamos esa leche tan gorda, acostumbrados a los tetrabricks rositas o azules, qué finos nos hemos vuelto.
¡Cómo olían los lecheros! De eso, de su olor a vaca, me acuerdo.
Besos, amiga caminante, compartimos recuerdos.
La leche tenía un fuerte olor porque era leche más pura que la de ahora. En su olor llevaba su procedencia, como tú dices. Ahora es todo tan light, como la fruta, que por mucho que acerques la nariz, no huele a nada, Los olores se han quedado impregnados en los recuerdos.
EliminarUn abrazo, amiga del camino.