"EL CONTADOR DE HISTORIAS"
De Jules Zennati
Desde el principio de los tiempos, el hombre ha necesitado oir historias y también contarlas. Al principio fue la palabra. Más adelante la escritura en una tablilla de arcilla. Después los egipcios utilizarían los rollos de papiro. En cada lugar del mundo la escritura iba evolucionando de distinta manera, pero siempre con el mismo fin: que las historias, que los datos, que el conocimiento, no se perdiera.
¿A quién no le ha gustado que le contaran un cuento de pequeño?
Recuerdo que cuando llegaban las navidades, mi abuela paterna (fue la única de los abuelos que llegué a conocer), pasaba con nosotros bien la Nochebuena, o bien la Nochevieja. Lo mejor de esas noches era cuando nos íbamos a la cama, ( mi hermana, mi abuela y yo, compartíamos dormitorio), y nos contaba viejas historias que ella también un día, oyera de boca de personas mayores. Entonces yo empezaba a preguntarla por detalles de los protagonistas de esas historias. Quería saberlo todo. A veces eran historias que me daban miedo, pero como era más grande mi ansia de saber el final, que el temor que esas historias me hacían sentir, para intentar disimular el miedo, me pegaba a mi abuela, pensando que mientras tuviera ese trozo de su cuerpo pegado al mío, nunca podría ser atrapada por los "malos" de las historias. Había veces que me quedaba con la mitad de una respuesta, pues me vencía el sueño. Pero eso no evitaba que al día siguiente cogiera el hilo del relato, y volviera a marear a mi pobre abuela, con un montón de preguntas.
Cuando fui a Galicia, se me abrieron varias ventanas al mundo, porque allí había gente que había viajado a otros ciudades, incluso a otros países. Hombres que habían estado mucho tiempo embarcados, surcando infinitos mares. Cuando estas personas relataban lo que habían visto u oído, me quedaba sentada cerca de ellos, escuchando. Muchas noches de verano nos dieron altas horas de la madrugada, ellos hablando, yo escuchándoles, mientras mi imaginación creaba dentro de mi cabeza cada escena que me narraban.
Más tarde fui independizándome, buscando por mí misma más historias en los libros. Cuando encontraba alguna que me gustaba especialmente, o cuando descubría un personaje que me resultaba admirable, aprovechaba cualquier momento que estuviera con mi familia para compartir esa magia con ellos. Ponía tanta pasión en mis descripciones, que un día mi padre me llegó a decir que no debía hacer demasiado caso a esas historias, que evitara tener pajaritos en la cabeza. Supongo que de lo que me quería advertir era del peligro de creerme todo lo que leía. Él era un hombre muy terrenal. Pero a mí no me bastaba el terrreno que mis pies pisaban, o lo que captaban mis ojos físicos. Yo necesitaba algo más. Palabras, frases, pensamientos, ideas. Todo lo que alimentase mi hambriento espíritu.
Hoy me he enterado que han cerrado una pequeña librería que, no hacía mucho, había abierto sus puertas. Se llamaba Tiovivo. Estaba en la céntrica calle burgalesa de San Pablo. Cuando acababa de abrir, fui a comprar unos cuentos para regalar, y me quedé charlando con el dueño. Era, y sigue siendo, un hombre joven. Lo que más me gustó fue la pasión con la que hablaba de los libros, de sus libros. Aquellos con los que quería llenar su librería. Una librería que había decorado con gusto. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de historias. En el centro tenía una estantería más pequeña, que también tenía cuentos, algunos de diferentes países en su lengua original. Había puesto una pequeña mesa redonda, con unas cuantas sillas bajitas, para que los sábados pudieran ir los más pequeños a leer con sus padres, si les apetecía.
Todavía puedo ver la chispa en sus ojos cuando me decía que él iba a buscar libros especiales. Que tuvieran historias, ilustraciones originales. Y lo consiguió, puedo dar fe de ello. Porque los cuentos de Tiovivo no eran sólo para niños. Había verdaderas joyas para adultos, que no hubieran querido terminar de crecer. Recuerdo que le compré unos libros preciosos, llenos de canciones de la tradición judía y rusa. Ambos iban con un CD para poder escucharlas. Pero es que los libros te explicaban de dónde venían esas canciones y la tradición de cantarlas. Aprendías historia de esos países. Te trasladaban a otros lugares, a otros tiempos. Te empapaban de sentimientos y belleza.
Nada más salir del trabajo, me he acercado por allí con la esperanza de que todavía estuviera el dueño dentro, para poderme despedir de él, y darle las gracias por compartir tantas cosas bonitas con los que pasábamos por su librería. Me he encontrado el pequeño local vacío, oscuro. Y con un letrero que cruzaba el cristal del escaparate que indicaba un teléfono para el que estuviera interesado en alquilarlo.
Entonces un sentimiento mezcla de tristeza y rabia, me ha hecho revolverme por dentro.
Qué clase de tiempos estamos viviendo que no dejan espacio para los pequeños comercios. Ya sé que en Internet hay de todo. De todo, menos el contacto humano, que ya lo he dicho en otras entradas, para mí es muy necesario.
Lo bonito de comprar un libro, no es el hecho de conseguirlo, sino el tocarlo, ojearlo. Pero sobre todo, tener a alguien cerca que te dé unas pistas sobre lo que cuenta ese libro. Y que te lo cuente mientras le salten chispas de los ojos, y haga volar sus manos, como queriendo coger al vuelo a alguno de los protagonistas de la historia que esconde ese libro. Lo mejor del libro es el tener cerca a la única persona que te puede transmitir la pasión que ha dejado el escritor entre las líneas impresas: el librero. Porque, lo confieso, los libreros me recuerdan a esas personas que, ahora lo sé, he tenido la enorme suerte de conocer, que me contaban de pequeña, maravillosas historias venidas de lugares remotos. Y porque, dijera lo que dijera mi padre, de vez en cuando, es necesario tener un buen nido de pajaritos en la cabeza.
Historias que nos contaban de niños y nos quedábamos con la boca abierta. Qué pena de librería, puesta con ilusión.
ResponderEliminarTe he metido en mi última entrada, en torno al comentario que me hiciste de la cafetería Vara. Andrea me dio recuerdos para ti.
Besos, amiga paseante.
Las buenas historias oídas y leídas, te acompañan el resto de tu vida.
ResponderEliminarEs lo que tiene la magia de la literatura, que va succionando a las personas de carne y hueso, y los convierte en parte inter-activa de su historia. Si hay una próxima vez, estaré ojo avizor para que no se me escape el personaje en cuestión.
Un abrazo para Andrea, y otro para tí, amiga del camino.