"DESAYUNO EN LA CAMA"
De Mary Cassat
Uno de los pequeños placeres que tenía mi época del colegio eran los fines de semana. Recuerdo que las mañanas de los sábados y los domingos eran especiales. Sobre todo los sábados. Como yo era la mayor de las dos hermanas, me levantaba para preparar nuestros desayunos, mientras mi madre hacía la compra. Un huevo frito y una vaso de leche caliente con Cola-Cao para cada una. Con un trozo de pan de hogaza para untar el huevo. Colocaba cada servicio en una bandeja. Una se la llevaba a mi hermana, otra era para mí. Entonces estaba en esa edad tonta en la que te ilusiona sentirte la mayor y no dejas que nadie te eche una mano, pues te sientes perfectamente capacitada para hacerlo todo tú solita. Con el tiempo me daría cuenta de mi craso error. Pero eso daría pie a otra historia.
Recuerdo que la primera vez que freí un huevo, tenía tanto miedo a quemarme con el aceite caliente, que pensé que lo mejor era colocar el huevo lo más alejado posible de la sartén. Justo lo contrario de lo que, por lógica, debía haber hecho. Al caer el huevo desde una altura considerable, saltó todo el aceite sobre mí y sobre la cocina, poniéndolo todo perdido. Luego a base de freir huevos, me fui dando cuenta y empecé a corregir errores de novata.
Me gustaba que la clara quedase con los bordes bien tostados. A eso lo llamábamos mi hermana y yo, huevos con puntillita. Los espachurrábamos con el pan de hogaza, que tenía una miga exquisita, hasta dejarlos a la mínima esencia. Mientras nos comíamos ese pequeño banquete, nos sentíamos como dos princesas. Durante ese momento el tiempo no existía. Hablábamos y reíamos. Nos contábamos nuestras vivencias de la semana. Cuando acabábamos, si mi madre aún no había llegado, mirábamos algún tebeo, revista o libro que tuviéramos a mano y, comentábamos ésto o lo otro. La mañana del sábado o del domingo parecía durar tanto o más de lo que ahora dura todo el fin de semana.
El sonido de una llave en la cerradura de la puerta nos anunciaba la llegada de mi madre. Entonces nos levantábamos para ver qué es lo que había traído de la compra. Ésta variaba más o menos dependiendo de la época del mes en la que estuviéramos. A primeros, había más cosas que nos gustaban. Cuando el mes tocaba a su fin, la compra era más práctica, más monótona para nosotras. Años después me daría cuenta de lo difícil que tuvo que ser para mi madre llenar la cesta de la compra, con un presupuesto normalmente reducido. Aún hoy, cuando oigo que algún político después de haber tenido un presupuesto de miles de millones de euros para cualquier proyecto, asegura que no se ha podido llevar a cabo porque no era suficiente, me viene a la memoria las cábalas que mi madre hacía con apenas unas pesetas, y pienso que la vida no es justa, que la cartera del Ministerio de Economía debería ser puesta en manos de personas como mi madre, que siempre han sabido el verdadero valor de las cosas. Y lo que es realmente necesario.
Según iba sacando las cosas de la bolsa de la compra, nosotras asomábamos nuestras caras a ver qué es lo que había. Carne, pescado, verduras, legumbres, aceite, azúcar, leche. Iban saliendo de la cesta, que parecía no tener fondo, como del sombrero de copa de un mago. Cuando todo parecía que estaba ya visto, alguna de nosotras siempre preguntaba: ¿Y no has traído algo dulce? Entonces mi madre tardaba en contestar, haciéndose la "sueca" para mantener la tensión. Cuando nuestras esperanzas alcanzaban la altura de nuestras zapatillas, ella sacaba, no se sabía de dónde, una bolsa, que a diferencia de las otras, estaba llena de colores y sabores de lo más prometedores. Era la bolsa de los dulces. De todos los que fuimos probando, mis preferidos eran unas pastas redondas que venían "pegadas" de dos en dos, con mermelada de melocotón. Tenían forma de flor, y en el centro, había un agujero rellenado con la misma mermelada que las mantenía unidas. Cuando cogía alguno de esos dulces bocadillos, solía seguir una especie de ritual. Empezaba a mordisquearla por la parte de fuera, hasta dejar el centro, donde estaba la mermelada, para el final. Entonces esa parte me la comía a pequeños mordiscos, dejando que el acidillo de la mermelada de melocotón se fundiera en mi boca, llenándola de su fresco sabor.
Acontecimiento aparte era el sábado que mi madre compraba algún animal vivo, que ella misma se encargaba de matar. Recuerdo cuando traía algún pollo. De ésos de plumas muy blancas y cresta muy roja. Mi madre tenía una habilidad especial para acabar con él. Lo mantenía agarrado sujetando su plumífero cuerpo debajo de su brazo izquierdo. Con su mano siniestra le sujetaba el pico, mientras que con la diestra, le asestaba el corte de gracia en el cuello. La sangre empezaba a brotar sobre el fregadero. El pollo pataleaba como si hubiese recibido una carga eléctrica, hasta que sus patas caían flácidas, ya sin vida, como el resto de su cuerpo.
Siempre me ha sorprendido el hecho de que esas mismas manos que eran capaces de acabar con un animal, sin que temblaran lo más mínimo, eran también capaces de peinarme o acariciar mi cara con toda la ternura del mundo. Así son las manos de una madre, fuertes y tiernas a la vez.
Los que ahora son niños no habrán visto nunca la escena que acabo de relatar. Ahora los pollos ya se venden muertos y limpitos.
No sé por qué, pero ni mi hermana ni yo sentíamos pena por los pollos que solía traer mi madre a casa. Otra cosa diferente eran los conejos. Recuerdo un día que trajo uno tan bonito, con unos ojos enormes de mirada tierna, que mi hermana no se pudo resistir, y estuvo haciéndole carantoñas mientras mi madre iba en busca de sus "herramientas". Cuando volvió con la intención de dar cuenta del conejo, éste no estaba. Pensando que el conejo se había ido "por patas", estuvo dando vueltas primero en la cocina, luego en el resto de la casa. Pero nada, ni rastro del conejo. Nos preguntó que si sabíamos algo del animalito. Yo le dije que no, al igual que mi hermana, pero algo en su actitud me hizo pensar que no decía del todo la verdad.
La búsqueda duró un par de horas, mi madre estaba a punto de un ataque de nervios, cuando se percató del cochecito de capota que le habían regalado a mi hermana las últimas Navidades. Algo se movía bajo la pequeña colcha blanca, adornada con un lazo rosa, que lo cubría. Cuando se dirigió hacia él, no hizo falta mirar debajo de esa colcha, el grito de mi hermana le hizo saber dónde había escondido al pobre animal. No voy a relatar el final pues es fácil de averiguar. Tampoco creo que sea necesario decir que mi hermana no probó ni una pizca de esa carne guisada. Fue tal el traúma que aquello ocasionó, que mi madre tardó mucho en volver a traer un conejo vivo a casa.
Es sorprendente lo que daban de sí las mañanas de los sábados de nuestra niñez.
Hoy, al contemplar el precioso cuadro de Mary Cassat que encabeza esta entrada, me han venido a la memoria todas estas imágenes.
Aquellos desayunos que nos parecían verdaderos manjares. Y que desgustábamos lo mismo en las mañanas nubladas de Otoño, mientras oíamos golpear las gotas de lluvia sobre los cristales, o cuando los copos de la invernal nieve caían silenciosamente. No importaba las inclemencias que hubiera fuera. Dentro teníamos el sabor de un huevo frito hecho con más miedo que arte, el calor de un vaso de leche chocolateada, y la compañía de un ser querido.
Los nuestros nunca fueron desayunos con diamantes. Pero, ¿quién los necesitaba?