"En la Orilla del Mar 2"
de Edward Henry Potthast
Mañana de Agosto de 30 grados a la sombra. Frente a mí, el inmenso mar. Un azul que no cabe en mis retinas, un infinito lleno de agua en perpetuo movimiento. Olas de rizos canosos intentan apoderarse de mi cuerpo con la fuerza de sus movimientos, y de mi mente con el rugido de su garganta húmeda, ronca de salitre.
No sé qué tiene el mar que es capaz de hacerte sentir miedo y atracción a la vez, arrancando cada una de tus contradicciones más arraigadas.
Hoy -pienso-, nada puede perturbar esta paz que estoy sintiendo. Intento dejarme llevar por el canto de ese agua azul, como si del mismo canto de las sirenas se tratara. Entonces me percato de su presencia. Tan concentrada estaba en mi momento de relax, que ni me había dado cuenta de su llegada. Tiene unos cinco o seis años. Cabello largo, fuerte, negro como las crines de un pura sangre. Un gran lazo rojo evita que le caiga el pelo a los ojos por su lado izquierdo. Sería una pena que eso ocurriera porque entonces nos privaría de ver los dos azabaches que adornan su rostro, desde cada lado de su pequeña nariz. Al alzar la mirada hacia mí, sonríe. Con una preciosa sonrisa que tiene un agujero que recuerda que ahí, justo ahí, hubo un diente.
Viste un impecable vestido blanco, pegado a su delgado cuerpo hasta los muslos. Desde ahí la tela, de impoluto algodón, estalla en forma de pequeños volantes que le llegan a la niña hasta las rodillas. Su cintura está adornada con otro lazo a juego en color y forma con el que adorna su pelo. Dos zapatos-merceditas, también rojos, cubren sus pequeños pies.
Vestida tan impecablemente, como si fuera a una boda -pienso.
Paz, silencio, belleza...
Entonces un grito rasga el sereno paisaje con mar al fondo.
-¡Penélope, hija, no te acerques a la orilla, no te vayas a manchar el vestido! ¡Y camina con cuidado para que no se te llenen los zapatos de arena!.
La niña vuelve a dirigirme la mirada, pero esta vez hay algo de malévolo en ella. Su boca ya no esboza una sonrisa, es más bien una mueca.
Se va a enterar -parece decir.
Comienza a andar, como si de un autómata beodo se tratara. Mueve exageradamente sus brazos y piernas, en una especie de danza convulsa.
-¡Penélope, ni se te ocurra!
¡Huy que no!.
Va directa. El chasquido que los rojos zapatos-merceditas hacen al entrar en contacto con el agua, pareciera haber roto una fina capa de hielo.
¡Penélope!
Ni caso.
Sigue avanzando un par de pasos más. El mar se ha dado cuenta de la invasión de ese pequeño cuerpo, y manda en su busca un par de olas juguetonas con la clara intención de convertirle también en ola.
La impoluta tela de algodón del perfecto vestido para una boda, empieza a cambiar de color con las primeras salpicadas de agua. Luego la blancura se derrite, y se envuelve en húmeda transparencia.
Está caladita hasta las orejas. Ahora sí sonríe de verdad. No sólo éso, es que explota en carcajadas. Salta cada vez que se le acerca una ola para darle la bienvenida. Quiere compartir conmigo ese momento de absoluta felicidad, y me dirige su mirada. Yo la devuelvo una sonrisa para que sepa que estoy con ella, que sé lo que siente y las ganas que tenía de sentirlo.
-¡Te vas a enterar, Penélope!
Pero resulta que Penélope no se entera porque en ese momento se ha vuelto ola, y se deja mecer por el resto de sus húmedas compañeras. Sus brazos se alzan, intentando tocar el cielo, o quizá simplemente para volverse viento. Libre como el mar, como el aire, como el sol. Libre por los cuatro costados, sin miedo a posteriores reprimendas o castigos. Justo ahí, solos, ella y la inmensidad.
P.D. Me van a permitir que esta entrada se la dedique a mi amiga J., que me ha dicho, con su cariñosa sinceridad, que vuelva a escribir como antes.
Ya ves J., a pesar de la mala gente y su triste manía de ir salpicando sus inmundicias sobre los demás, sigo aquí.