LA ESTUDIANTE
DE MARIA DIXON
Hace un tiempo vi un documental en el que se contaba una historia que, todavía hoy, llevo tatuada en la retina. Se situaba en una aldea de Africa, donde habían estado grabando la vida cotidiana de las mujeres que vivían allí. Se pueden imaginar que la vida de estas mujeres era todo menos fácil. Además de cuidar de los hijos y de la casa, que incluía una larga caminata diaria para conseguir un poco de agua, se dedicaban a labrar el pequeño trozo de tierra que tenían, intentando arrancar con sus manos, el poco alimento que ésta les daba. La historia se centraba en una de ellas. Después de un duro trabajo para conseguir, pongamos por ejemplo, unos granos de maíz, la mujer iba a venderlos. El que solía comprarle el fruto de su duro trabajo, se encargaba de hacer la operación. Y lo hacía, más o menos, de esta manera:
-Hoy me has traído cuatro kilos de maíz, a tres chelines, son siete chelines en total. ¿Estarás conforme? Ya sabes que yo no voy a engañarte.
La mujer respondía con una leve gesto de afirmación con la cabeza. No podía hacer otra cosa porque desconocía los números y la letras. Era analfabeta.
Cada vez que vendía su pequeña cosecha, lo que hacía en realidad era regalarla.
No quiero ni pensar cómo continuaba la historia, cuando la mujer llegara a su casa con los siete chelines, en lugar de los doce que debería llevar, y se lo dijera al marido.
Casi le venía a cuenta no sembrar más.
Estarán pensando que eso es algo cotidiano en un país del, tan mal denominado, tercer mundo (como si dentro del planeta tierra hubiera dos planetas más). Pues resulta que el tercer mundo debe andar más cerca de lo que pensamos.
Hace unos meses, una señora me paró en una de las calles de mi ciudad, una ciudad situada en el continente Europeo, ya saben, el primer mundo, para pedirme que le indicara dónde había una farmacia. La mujer, europea, que rondaría los cincuenta años, antes de que pudiera responderle, se acercó a mí un poco más, y con tono de voz entre tímido y vergonzoso, me dijo:
-Es que no sé leer.
Le indiqué dónde había una farmacia, justo a sus espaldas. Y le dije que una manera de identificarlas era por la cruz de color verde que tienen todas en su fachada.
La mujer se despidió agradecidísima.
Una de las novelas que más me ha impresionado en mi vida es "El Lector" de Bernhard Schlink.
Para los que aún no la conozcan haré un pequeño resumen.
Se sitúa en Alemania. Un estudiante adolescente conoce, por casualidad, a una mujer ya en la treintena, de la que se siente inmediatamente atraído. Acaban haciéndose amantes. Lo que a él le atrae de ella es su belleza, lo que a ella le atrae de él, además de su físico, es que sabe leer. Y en cada una de sus citas, ella le pide que le lea cualquier libro que tenga a su alcance. El muchacho ignora que ella es analfabeta, y un día le pide que le lea algo como él ha estado haciendo hasta entonces para ella. La mujer, muy hábilmente, se escabulle de esa situación, y siguen cada uno en su papel.
Un día dejan de verse.
Cuando el nazismo se apodera de parte del mundo, la mujer, que trabajaba como revisora en el tranvía, acaba sirviendo al sistema en un campo de concentración, como vigilante de las prisioneras. Pero algo ha surgido en su interior. Ha conocido el veneno de la palabra escrita. Necesita su dosis de literatura diaria y a falta del amante, no se le ocurre mejor manera de seguir pudiendo disfrutar de esos momentos de éxtasis que las historias leídas en alto le proporcinaban, que pedirles a las propias prisioneras que, durante su turno de vigilancia, lean para ella.
Al final de la guerra, siendo Alemania derrotada, la protagonista de esta historia tiene que enfrentarse con lo que ha hecho, y es encarcelada, mientras espera a ser juzgada.
El muchacho, convertido ya en un hombre, se entera del juicio y asiste a él. Cuando ve a la mujer que fuera su amante, aparece en él un doble sentimiento. Por un lado, aún parece haber alguna brasa del fuego que ella encendiera en su corazón hace años. Por otro, el paso de esos años y el tiempo en la cárcel, han dejado huella en el cuerpo de la mujer, convirtiéndola en una vieja.
Me llamó poderosamente la atención el hecho de que ella no intenta utilizar al que fuera su amante, para que le saque de la situación. Lo único que le pide es que vaya a visitarla. En su pensamiento siguen los momentos de lectura, que aún estando en la cárcel, quiere recuperar.
Para él ya nada es lo mismo. La que fuera su objeto de deseo y pasión, ahora le produce un sentimiento de rechazo, incluso de asco. Y no atreviéndose a decirle que no va a verla más, empieza a enviarle cartas a la cárcel.
Ella vuelve a sorprendernos. Utiliza las letras, las palabras, las frases escritas en las cartas de su antiguo amante, para iniciar el aprendizaje de la lectura de forma autodidacta. Y lo consigue. Consigue aprender a leer.
¿Quieren saber cómo acaba esta historia? Busquen la novela en la biblioteca o en alguna librería, y léanla. Dejen que el veneno de la buena literatura se apodere de ustedes. Hagánse adictos a los buenos libros. No deterioran la salud, al contrario, fortalecen la mente y aligeran el cuerpo. Será como levitar. Aunque estén encerrados en cualquier situación difícil, se sentirán libres.
Y si tienen oportunidad de leérselo a alguien que no sepa leer, no duden en hacerlo. Los buenos libros hay que compartirlos. Seguro que esa persona buscará la forma de poder disfrutar por ella misma, de ese elixir que es la buena literatura. Y si no es así, siempre pueden echarle una mano. Sólo hace falta un papel, un bolígrafo, y un libro. Se empieza con las vocales, luego las consonantes. Se van haciendo combinar unas con otras para formar sílabas. Con éstas construyan palabras. Mezclen estas palabras hasta hacer frases. Cuando hayan conseguido que pueda leer unas cuantas frases, sumerjánle en un primer libro y, ya no habrá quién le pare.